Y por fin hundí
el puñal.
Ella me miró
como agradeciéndolo, fue algo muy extraño. Pensé que era yo el que interpretaba
esa expresión en su cara, nunca podré saberlo porque ahora esos ojos ya no
tienen vida. Probablemente fui yo, porque sé que padezco una enfermedad y, por
momentos, desconfío de mí mismo. Es igual. Fue sublime. No olvidaré nunca lo
que acabo de hacer. Son las doce y doce minutos y me siento pletórico. La
sangre recorre mis manos y una luz —porque esta luminosidad en la punta de la daga
no puede ser otra cosa— resalta las gotas rojas que caen desde la punta de mis
dedos hasta la comisura que los une a la palma. La miro y veo una obra de arte.
Ella es única, es la mejor de todas, es mi obra suprema, es la número doce.
Todas las
anteriores fueron bellas, fueron musas, algunas morenas, otras no lo sé, pero
fueron el camino necesario para ella. Y siempre lo supimos los dos. Siempre
supimos que este día llegaría, como cualquier otro día importante, porque es
único, es singular y me hace sentir más radical de lo que sé que me sentiría
cualquier otro día en el que dejara esas malditas pastillas que sólo tomo para
sentirme más estúpido y menos yo, ese que soy ahora, ese que ve la luz, ese que
siente el calor cayendo por sus manos, ese que te mira como a una estrella de
cine, porque eso eres preciosa, mi número doce.
Ayer fue once y
era imperfecto, no podía ser ayer y por suerte no tuvimos que hacerlo, tampoco
en noviembre ni el año pasado cuando nos conocimos. Sé que querías que llegara
este momento y estabas ansiosa —puede que hasta más que yo aunque lo dudo—,
pero no podía ser en otro momento, no podía ser porque no habría significado
nada para ninguno de los dos. Estás hermosa así con tus ojos rasgados, estás…
Déjame que lo escriba, déjame que deje la marca que comentamos. Nunca habrá una
trece, nunca habrá otra más, porque así lo planeaste, así me lo insinuaste al
oído sin que yo me enterara que eras tú la que me lo decía, pero me lo dijiste,
esa sonrisa que ha quedado dibujada en tu cara es marca indeleble de lo que
querías.
Quiero que estés
bien, estés donde estés, porque sé que estás aún en algún lado que no puedo
ver. Cruzaste la puerta seguramente y no podía ser en otro momento, como me
dijiste, aunque tu voz lo negara, aunque anoche te arrepintieras y gritaras y
suplicaras y fueras débil y creyeras que todo esto había sido un error, una
enfermedad como la mía. Todo se aclaró esta mañana, como sabíamos que iba a
pasar, porque era el momento señalado, no hizo falta hablar, no hizo falta más
que esta daga, la número doce, la que tú elegiste hace doce meces, la que
guardábamos tan cerca nuestro mientras hacíamos el camino hasta aquí. Tus ojos
siguen tan abiertos como cuando gritaste de dolor con la primera puñalada, tus
ojos siguen entreabiertos como cuando te di la última. Tranquila mi amor, hemos
terminado. Ya son las doce y cuarto. La puerta se ha cerrado, hazme saber como
sea que todo se ha cumplido, házmelo saber por favor. Y si no lo haces, no
importa, sabré siempre que hice lo que tenía que hacer, porque tú me elegiste
y, como todos los que me conocen saben, yo siempre doy a cada uno lo que
necesita. Un beso, estés donde estés.
Pernando Gaztelu
Mira que no soy yo de sangre pero este relato está tan bien escrito que da gusto leerlo. Tomo nota y cojo ideas. Gracias por compartirlo, Per.
ResponderEliminarWow, se agradece el cumplido, aprecio mucho este relato. Un abrazo.
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