Salinas
tocó fondo. Llevaba varias semanas luchando contra una enfermedad que amenazaba
con transformarse en crónica. Había superado un cáncer y el alcoholismo, pero
esto era algo peor y amenazaba con destrozar su vida para siempre. Salinas estaba
a punto de transformarse en un zombie, un autómata. El que una vez fuera un
héroe —al menos en su interior— ahora estaba derrotado por la rutina.
El
recuento de horas daba negativo se mirase como se mirase. Salinas era un hombre
culto, deportista y creativo. Todo eso había desaparecido en ocho, tal vez diez
semanas. No había tiempo para leer, hacer deporte y menos para escribir teatro
o música, sus grandes pasiones. Estaba absorto, imbuido en una mezcolanza de
trabajo, familia, amigos y quehaceres sociales que no tenían ni pies ni cabeza
pero que implicaban en su conjunto las veinticuatro horas del día. Largas
jornadas, una tras otra, destruyendo poco a poco la salud mental del pobre
hombre.
Y entonces apareció Esperanza.
Llevaba tiempo sin verla, probablemente porque él la
evitaba. Esperanza es de esas mujeres que vale la pena evitar. Tiene poderes y
no son, digámoslo así, nada saludables para hombres como Salinas.
Salinas conocía a Esperanza desde hacía muchos años. Habían
coincidido en algún trabajo, en un club, casualidades de la vida. Hola-qué-tal,
algunas reuniones coincidiendo con más gente como ella o como él, pero poco
más. Una relación limpia y relativamente distante. De todos modos Salinas sabía
mucho más de Esperanza de lo que ella pensaba. Conocía sus trapos sucios, esos
que más de uno habría pagado millones por conocer, oscuros secretos personales.
Ella había sido uno de sus primeros objetivos de caza, aquellos para con los
que nunca tuvo las agallas (o la preparación necesaria) para arremeter y darles
el merecido premio —ya imagináis a qué eterno premio me refiero.
No lo había hecho porque apuntar tan alto suele significar
apuntar a morir, y Salinas era demasiado inteligente como para comenzar una
caza que no podría acabar. Ahora, veinte años después, todo era de otro color.
Llevaba en su haber unos cuantos ajusticiados y podía permitirse «estudiar el
caso» con algo más de detenimiento. De todos modos era justo lo que necesitaba,
volver a ponerse manos a la obra. Leer, hacer deporte, escribir algo. ¿Qué
mejor que hacer un poco de inteligencia en la esquina de Esperanza para volver a ganar confianza en sí
mismo?
Menudo error.
Mil horas invertidas investigando directa e indirectamente
a la maldita mujer fueron un infierno. Salinas no sólo había perdido el ritmo
de trabajo, sino que había escogido a la víctima más escurridiza, inteligente y
bien preparada que jamás hubiera podido escoger. Subestimó a Esperanza creyendo
conocerla y resultó que sólo conocía a la Esperanza de dos décadas, aquella mujer
con más empuje y carácter que otra cosa. La contrincante contra la que luchaba
ahora conocía cada pequeño escondrijo en el sistema y manejaba un nivel de
información tal, que más que aliados, tenía súbditos en su propio partido. Es
más, Salinas llegó en pocas semanas a la conclusión de que ella ya no formaba
parte del partido al que decía pertenecer, ella era una «mercenaria» luchando en
un grupo con el que ya tenía poco que ver.
Noches oscuras, infiltrados de su entorno (¡incluso
familiares suyos!), soplones, mucho frío y nada, ni una mísera mancha que
pudiera evidenciar claramente el perverso plan de la víctima. ¿Cómo era posible
que no hubiera nada de nada donde había existido todo de todo? ¿Se habría
transformado en una política legal?
Salinas no salía de su asombro y su corazón
justiciero no daba crédito a lo que la investigación sacaba a la luz. Esperanza
no era una persona normal, había muchos, muchísimos cabos sin atar, pero todos
acababan en puertos vacíos, en acantilados o desiertos perdidos. Ninguna pista
tenía bases sólidas, contundentes, evidencias o al menos conjeturas
sostenibles. La otra enfermedad de Salinas —esa con la que había aprendido no
solo a vivir, sino a disfrutar de la vida— hacía vibrar sus sienes cambiando la
expresión de su rostro. Sangre, confesiones y sufrimiento. Salinas necesitaba y
no iba a tener. Salinas llevaba mucho tiempo inactivo y había dado con un hueso
duro de roer justo en el momento en el que más necesitaba quebrar huesos y
comer lo de dentro… Salinas estaba a punto de perder la razón y eso era algo
que Salinas no podía permitirse.
Y entonces tomó una tremenda decisión.
Con su gabardina negra cuello en alto salió en dirección al
centro de Madrid. Rastreó a los guardaespaldas de Esperanza —a los policías y a
los privados que sólo conocen unos pocos— y los fue dejando fuera de servicio
uno por uno, sin dejar rastro. Esperanza estaba plácidamente dormida en una ostentosa
queen size, la habitación en penumbras.
Estaba sola, respiraba nerviosa, inspiraba más de una vez por cada exhalación,
se movía como a saltos. Salinas la observaba también nervioso. Difícil contener
la necesidad, imposible y ineludible deseo. Sacó uno de sus cuchillos, el
preferido; la hoja debía medir algo más que un dedo, hecho a mano, bruñido y
pulido minuciosamente, con esmero.
El tiempo perdió sentido mientras rozaba los rubios
cabellos de la víctima, millones de pulsaciones, una tras otra, cadentes,
decadentes, eternas… y por fin clavó el cuchillo.
* * *
Por la mañana en la mesa de noche de Esperanza había una
nota. Una pequeña daga la unía a la mesita de roble. Decía:
«Estoy cerca, muy cerca. Tarde o temprano te
mostrarás como eres y estaré allí para que sufras por ello. S.».
Esperanza sonrió al ver la nota, y dijo a secretaria
personal.
—¿Ves? Lo estoy haciendo de puta
madre, ¿cree que me va a acojonar? Ja ja ja —estalló con risa maléfica—. Por
cierto, despediremos a los privados y contrataremos a otros mejores, con los
polis no hay nada que hacer, es lo que tienen los funcionarios, inútiles…
* * *
Salinas desapareció con la bruma
de la mañana después de presenciar la escena. La semilla estaba echada, ahora
sólo albergaba la esperanza que da el terror. Los ojos de Esperanza eran el
terror personificado y Salinas sintió que acababa de comenzar un nuevo capítulo
en su vida. A veces el terror es mejor que el dolor, solo es cuestión de saber
administrar la violencia según sea necesario.
Pernando Gaztelu
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