Manuela, describiendo una suave curva sobre su carrito de flores,
mucho mejor que esos aparatos que venden en las ortopedias para inválidos,
recorre con estilo la calle.
Un tornado se llevó hace tiempo el color de su pelo negro dejando
apenas unas hebras grises aquí y allá. Solo quedó intacto su atuendo de diario:
vestido de lunares blancos sobre fondos de color variable, generalmente oscuros
y unas zapatillas de loneta y goma amigas de sus juanetes.
Acelga, huevos, patatas y un poco de chocolate. Giran las
ruedecillas bajo el peso de la anciana que se deja llevar.
Suena el móvil que lleva colgado al cuello con una cinta rosa.
_¿Cómo voy a estar? Que no, que no me pongo el audífono. Ya te
dije que me revienta los tímpanos. Si, ya me cuido hija, no te preocupes.
Mientras habla con ella, no consigue recordar la cara de su única
hija que, como tantas otras caras jóvenes, se han ido perdiendo en algún
recoveco de su mente. Sin embargo, las viejas de su edad ahí están , siempre
presentes , tan resecas como momias.
Antes de llegar al portal no sabe por qué se ha acordado de Julián
y no ha podido evitar pasar por la cafetería del parque, esa donde desayunaban juntos
los domingos mientras hacían tiempo en los días soleados sobrados de horas.
A través de los grandes ventanales de plástico oían el griterío infantil e intuían
a los niños tirados por el suelo junto a sus padres de brazos cruzados y
armados de paciencia.
Tomaban chocolate con churros. Delicioso. Le sentaba tan bien que
estaba convencida de que le rejuvenecía. Antes de irse ella tenía que avisarle
siempre porque Julián era capaz de ir
por ahí con el pegote de chocolate en la barba.
El hablaba poco pero su presencia la abrigaba.
La taza que el camarero ha dejado sobre la mesa, le devuelve al
aquí y ahora tan bruscamente que se marea. El café le sabe amargo y de pronto
siente frío.
Al salir del invernadero de mesas y sillas, pasa junto a los niños
del parque. Son sólidos y vibrantes . Apenas se dan cuenta de su presencia pero
se quedan mirando unos segundos las ruedas de su carrito floreado mientras Manuela
se aleja flotando entre la neblina de una tarde cualquiera.