Él y ella.
Sentados en la misma mesa, rodeados de mirones que hacen como que trabajan. Él y
ella. Las caras iluminadas por ordenadores. Respuestas vagas, miradas de
soslayo. Todos miran a una gran pantalla blanca y ellos se miran sin mirarse.
Los demás callados, yo respondo a una estupidez, ellos se miran mientras los
demás centran su atención en mí. Vuelvo a desaparecer en el silencio de la mesa.
Ella mira la pantalla blanca y él la observa. Los demás somos piedras que
responden al viento en el camino. Hace calor, somos piedras que reflejamos el
sol y respondemos con silbidos al viento. Otra pregunta, otra vez la infame
labor de responder y dejar de volar. Ella se cubre la boca con una mano, con la
punta de los dedos, los roza con su fina lengua y él mira la blanca pantalla al
oír su voz, se cubre la boca con las manos cruzadas, quiere que responda bien.
Risas, algo pasa, las piedras se ríen y el viento sopla y ella mira a todos,
también se ríe. Él está nervioso, está nervioso y no quiere que nadie más la
mire. Ella deja de sonreír al pasar la mirada por delante de su rostro, él no
la mira, está serio, ella se muerde el labio inferior. Ahora la toca a otra
pierda responder el soplido del viento. El mira por encima de su cabeza y ella
se acaricia un brazo, se roza con el dedo pulgar el antebrazo. El viento sopla
sobre una piedra que no está y las demás piedras silban por ella. Ella los mira
a todos y él se cubre la cara. Quedan sólo treinta minutos para acabar esta
farsa, ella se irá primero, él la espera en la playa. Allí no habrá más
piedras, ni viento, ni respuestas falsas. Allí podrán estar en serio, cara a
cara.
Pernando Gaztelu