Sabía que estaba
todo perdido, pero lucharía hasta el final. No le iba a ser fácil reducirla: mordía,
arañaba, pateaba, cualquier cosa que pudiera hacerle daño. Él furioso le rompía
la ropa, la arrastró por el suelo, le mordió un pecho, estaba fuera de sí, su
presa no era tan mansa como parecía. La acechó, desde que la vio en el autobús,
morena, con media melena, no muy alta algo gordita y con cara de estar cansada.
Así era, después de toda una jornada, solo tenía ganas de llegar a casa,
ponerse cómoda y dormir. Esta semana el turno era de noche, apilando paquetes
en el almacén, salía a las seis de mañana y en invierno, era noche cerrada.
No era miedosa,
el autobús le dejaba cerca de casa, nunca pensó que alguien se fijaría en ella,
era una chica normal de veintidós años. Pero se equivocaba, hacía días que su
cazador la seguía, comprobando su ruta y en cuanto tuvo oportunidad... ¡zas! La
cazó.
Olga, bajo del
autobús, cruzó la plaza, al llegar al ambulatorio abandonado él salió y la
agarró, la arrastró, paralizada por la sorpresa no opuso resistencia.
Todo estaba en
penumbra, ella conocía el edificio, cerrado hacia unos años, no tenía uso.
Cuando sintió las manos que le arrancaban
la ropa, Olga supo lo que le iba a pasar, el resultado para ella no
sería bueno y decidió luchar por su vida.
Aquel hijo de
puta no lo tendría fácil para conseguir algo de ella, tuvo la sangre fría de
pensar: tenía que arañarlo, morderlo, procurar que el ADN de él quedara en su
cuerpo, si no salía viva, que quedaran rastros de él.
Donde estaban
nadie la oiría, aunque cerca de casas habitadas, el edificio era como una isla
en la plaza y a esas horas nadie pasaba por allí.
Podía sentir el
aroma del perfume, era un hombre limpio, recién afeitado, la piel de su cara y
sus manos era suave, seguramente un buen padre o un buen hijo.
Ahora era un
monstruo, que enloquecido apretaba con sus manos el cuello de Olga. Ésta, poco
a poco dejaba de luchar, el aire no entraba en sus pulmones, era una bendición
ya no sentiría más como ultrajaba su cuerpo.
Saciado, el
cazador miró el cuerpo de Olga, la agarró por el pelo y la llevó al fondo del
edificio, así tardarían más en encontrarla. Salió, empujó la puerta y se
dirigió hacia su coche, aparcado unas calles más allá. Llegó a su casa, fue al
baño, se duchó, tenía arañazos en el pecho, un mordisco en la mano y un golpe
en un ojo, desnudo se miró en el espejo, que bien se sentía, había conseguido
acabar con la fierecilla.
Feliz, se puso el
pijama y se acostó.
Pasaron varios
días, en los periódicos dieron la noticia de la desaparición. Todo eran
comentarios, pero nadie podía adivinar que Olga estaba a pocos metros de su
casa.
Los padres
pidieron que si alguien sabía algo lo dijera, pero nada.
El cazador volvió
varias noches más a visitar a Olga. Se sentía poderoso, todos la buscaban pero
solo él sabía dónde buscar.
Volvió a casa, su
madre estaba viendo las noticias.
Esta cría… ¿dónde
estará? – le comentó la madre.
Él contestó: - Igual
se ha ido con algún noviete, aparecerá cualquier día.
Hacia un mes que
Olga había desaparecido, ya no estaba en las noticias, en el barrio aún se
comentaba su desaparición, nadie se lo explicaba.
Todo el mundo
esperaba un día de sol para poder salir. El primer día soleado del invierno, la
plaza estaba llena, madres con críos, gente en la terraza de la cafetería…
A alguien le
llamó la atención que la puerta del viejo ambulatorio estuviera rota, y entró a
curiosear. Estaban los muebles, no estaba muy sucio. Miró los despachos,
aquellos aún con una limpieza se podían utilizar. Llegó al último, era el único
que tenía la puerta cerrada, averiguaría qué guardaban allí. Empujó la puerta…
¡uff! El olor era nauseabundo, aun así, entró. En un rincón unos cartones
tapaban algo, les dio un empujón… debajo de ellos salió un pie. Ya no quiso ver
más, salió gritando: -¡Está aquí! ¡Está aquí!
Aquello se llenó
de policías, periodistas y curiosos, la noticia se extendió como la pólvora.
Su madre bajó,
desesperada. Al primer policía que vio, le preguntó: -¿Es mi hija?
El hombre la miró
y con dulzura le contestó: - Aún no se sabe.
Ella gritaba:
-¡Quiero verla! ¡Dejadme verla!
Varias vecinas la
abrazaron, querían apoyarla, que no se sintiera sola.
Salió un policía
que llevaba un abrigo en las manos, cuando la madre lo vio, gritó: -¡Es el de
mi hija! Es ella…
Llorando se dejó
caer al suelo, lo que temía desde que desapareció se había cumplido.
La tenía tan cerca
y no la había sentido.
Entre los
curiosos, el cazador disfrutaba, todo aquello lo provocaba él, sin él nadie de
aquellos estaría allí. Se sentía poderoso, él podía disponer de la vida de cualquiera.
La temporada de
caza está por empezar.
El cazador va de
ojeo, busca otra pieza que añadir a su macabra colección.